Imagíneselo: una tubería de su cocina revienta y usted telefonea a un electricista para que lo solucione. El que se presenta es un guardia forestal, y a usted le parece bien. Después deja a sus hijos en clase a sabiendas de que no le darán clase profesores, sino guionistas de televisión. Pasan los días, y el agua vuelve a anegar su casa y el niño, en vez de aprender a sumar, le recita, íntegro, el argumento de ‘Pasión de Gavilanes’.
Aplique el ejemplo a ‘la noche’, cuando se encienden las luces y se apagan los cerebros. Usted le pide a una copa a un tipo que cree que es un camarero, pero que en realidad es un tipo sin contrato al que malpagan por poner las copas sobre la barra. Usted escucha la música que le pone alguien que usted cree que es un pinchadiscos, otro tipo sin contrato que apenas distingue entre Paquito el Chocolatero y el Réquiem de Mozart. Cuando abandona el local, le despide otro tipo que hace de portero, sin contrato ni formación, al que pagan ocho euros por hora y que está allí como podría estar descargando fruta. Y usted, después, cuando vomita la bebida adulterada, toma aspirinas para el dolor de cabeza, y se da la enhorabuena por caer bien al portero y que esta noche no me haya tocado a mí, además, se queja. Se queja mucho.
Y usted olvida, cínicamente, que el precio de cada copa financia la estafa de los empresarios sin escrúpulos, de los que prefieren hacer más caja a cumplir la ley, que eso es para los pringaos. Y después, el lunes, la televisión se llena de ataúdes y de lágrimas y de amigos adolescentes que lloran a Álvaro Ussía. Entonces usted mira para otro lado.