Salamanca desierta de esa condición de ciudad cultural, de esa diferenciación a la que quiere amarrarse, cada vez que programa lo mismo que los demás. Porque Valladolid se puede permitir una vez al año una oferta blanda, popular y ramplona, pero Salamanca no, ni siquiera 15 días de septiembre. En la lucha de mercado en la que, le guste o no, está inmersa la ciudad, en esa vorágine en la que las ciudades se juegan su nombre-marca con el cuchillo entre los dientes, Salamanca es un lugar realmente diferente y apetecible durante muy pocas veces al año. Casi, sólo, durante un Festival de las Artes que, además, acapara las críticas de todos aquellos que piensan que Rufus Wainwright es el nombre de un delantero del Ajax.
Quizá es ése el debate pendiente sobre quiénes somos, y no otro, o sobre quién queremos ser. Podemos apostar por el turismo nacional –las infraestructuras, hoy, no dan para más– o, de una vez, acoger a intelectuales, músicos, artistas, directores y creadores con mayúsculas. E implicar a los salmantinos, recuperar a los universitarios y meterlos en los cines, los teatros y las salas de conciertos. Salamanca debe morder o otros la morderán a ella. Pronto.